La escuela tradicionalmente ha sido vista como un espacio cerrado, con reglas rígidas e impuestas desde arriba; que homogeniza y prepara individuos para insertarse en el mundo laboral sin sobresaltos. En esta concepción la escuela imparte conocimientos y adapta a los alumnos para una vida social productiva, los “educa”. Los padres envían a sus hijos a que se “eduquen”, para que sean hombres y mujeres “de bien”. La escuela cumple con su cometido si entrega buenos resultados, si sus alumnos “sacan” buenas calificaciones, si tiene una disciplina férrea, si corrige lo que la familia no hace y si sigue al pie de la letra las indicaciones de la autoridad educativa, en una cadena de mando-obediencia reproduciendo hasta el infinito la estructura burocrática-vertical de la Secretaria de Educación Pública.
Cambiar estas concepciones es parte de un debate más amplio, que afortunadamente, cada vez está más presente no sólo en los espacios de investigación pedagógica, si no en las escuelas y en los colectivos docentes. Los padres también empiezan a cuestionar las reglas de las escuelas, su “cultura” docente y exigen, no siempre en los mejores términos, una necesidad de participación en las decisiones escolares más allá de “cuotas voluntarias” y apoyos a la escuela de sus hijos. 

¿La escuela educa para la democracia? ¿Cómo construir espacios de participación en la escuela? ¿Qué prácticas docentes debemos cuestionar y transformar? ¿Cómo construir relaciones democráticas entre los miembros de la comunidad escolar? ¿Hay límites y escenarios naturales de participación? ¿Cuál es el papel del director en este proceso? ¿Los padres de familia deben involucrarse en cuestiones pedagógicas? Estas son algunas interrogantes que debemos plantearnos para coadyuvar en la promoción de la cultura democrática desde el ámbito de la escuela y en todos los espacios de la vida social.





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